Autoría: Guillermo Moncecchi, Investigador de NLProc y Machine Learning en la Universidad de la República Uruguay y PEDECIBA, Director de Desarrollo Ambiental en la Intendencia de Montevideo.
En estos días de 2050, hablar de infraestructura pública digital suena a sueño del pasado y a un planteo absurdo a futuro. Una tarea imposible, en un mundo donde la concentración del conocimiento la tienen Alpha, Beta y Gamma, y pareciera que nadie más, ni siquiera las universidades (reducidas a la noble tarea de la docencia básica, pero lejos del estado del arte, al menos en lo vinculado a la ciencia y especialmente a la tecnología), y mucho menos los gobiernos.
Lo que empezó siendo un oligopolio de lo digital, se ha extendido, por la natural evolución del desarrollo, a los sistemas ciberfísicos… que son hoy prácticamente la totalidad de la tecnología. Respetables, poderosas, y controladas, Alpha, Beta y Gamma avanzan a un ritmo sin pausa, tomando decisiones que aportan comodidad y bienestar a sus usuarios a cambio de su información personal. A la vera del camino, sin embargo, gran parte de la población mundial espera, sintiéndose cada vez más excluida de la fiesta.
Desde 2021, vuelvo a reivindicar la ineludible necesidad de infraestructura digital pública, al menos por dos razones: romper la brecha de acceso y volver a tomar el control de las políticas públicas.
Dice un amigo que con la desigualdad se gana o se pierde, nunca se empata. Resolver las brechas en el acceso a la tecnología debe ser un objetivo explícito y de primer orden, tan importante de cara a la segunda mitad del siglo como lo es el acceso a la energía y al agua.
Sin infraestructura digital pública, eso no es posible. Hardware, software, conocimiento público, financiado a través de tributación adecuada debe ser parte de una política redistributiva impostergable. Porque, o los más infelices son más privilegiados, o los más infelices naturalmente reclamarán por sus derechos: la revolución (o al menos la revuelta) será inevitable.
Por otra parte, no hay forma de hacer política pública sin las herramientas adecuadas, en las manos adecuadas: las del Soberano. No podemos pedirle a las corporaciones que establezcan esas políticas por ser los dueños del conocimiento y la infraestructura: eso sería sencillamente antidemocrático. Las democracias exigen todo el tiempo ajustar, a través de sus mecanismos de soberanía, el camino a seguir. La tecnología no puede ser una excepción, y menos en este momento de la historia.
Hay decisiones que no podemos dejar de tomar. Alguna vez, a principios de este siglo empezamos por abrir los datos. Hoy debemos insistir en abrir el conocimiento: reforzar los mecanismos de docencia, de investigación, de extensión de las Universidades; fundar Universidades públicas, con independencia académica pero en estrecho contacto con los desafíos de las políticas públicas, y con el objetivo explícito de la inclusión; apoyar a la sociedad civil organizada para poder llegar más lejos; trabajar en un Estado que cumpla su rol de constructor de políticas públicas a partir del conocimiento más reciente, para poder llegar más lejos.
Sin caer en la dicotomía falsa de Estados versus corporaciones, debimos reivindicar el imprescindible rol de la sociedad en las políticas del conocimiento. O la segunda mitad del siglo puede ser compleja.